Así podría titularse esta historia real, acontecida con el personaje de un pueblo de la zona piemontesa, en  la provincia de Córdoba; transcurría la década del ´80 cuando un conjunto de parroquianos decidió conocer las Cataratas del Iguazú y, en el regreso, al caer la tarde incluirían además la posibilidad de presenciar el espectáculo de luz y sonido en las ruinas de San Ignacio. A alguien del grupo organizador se le ocurrió invitar a Lencho, un fornido sujeto de prominente panza y con voz de trueno, de unos 60 años de edad y pródigo en exóticas exclamaciones; reacio el hombre para salir de su casa y más allá de los límites de su pueblo, pero habitué del boliche del lugar; en consecuencia, fue necesario realizar presiones convergentes para que, al final, lograran el propósito y Lencho también  viajó.

 Los 4  ó 5 días que duró el periplo pasaron con aparente normalidad, pues la alegría sólo era superficial para nuestro amigo indomable, por ello, continuamente disimulaba la contrariedad padecida  en  todo el viaje; sin embargo, Lencho explotó en su ánimo al regresar y, con harta frecuencia, en el boliche repetía su experiencia a quien estuviera dispuesto a escucharlo o no, porque su desahogo era siempre compulsivo, y relataba lo vivido de este modo:

 “Ma váyanse todos a la m…; veinte horas viajando, no daba más y ya  tenía el traste como tapa de cacerola. Bájense, bájense gritaba el guía al llegar y bajé yo también; toda la gente corría y un montón de estúpidos que, con la boca abierta, miraban para arriba los 3 ó 4  chorritos que caían ¡Por favor, déjenme de hinchar! Todo el día anduvimos como pavos perdidos y mojados, porque esos chorros del diablo te salpicaban todo.

 Después fuimos al hotel; yo tenía un hambre bárbaro; por eso,  enseguida entré al comedor  y pedí una picada de salame y queso, con un litro de ¾ de vino. Y así me pasó un poco la bronca.

 Al día siguiente fuimos a unos pueblos de allí cerca y en uno de esos, que llaman Ciudad del Este, en los negocios había tipos que cuidaban los televisores y otras porquerías con la escopeta en la mano y un cuchillo apretado con  los dientes. Esto me descompuso de vientre…

 Salimos de regreso por la tarde y en ese momento mis compañeros me dijeron  que apenas cae  el sol llegaremos  a las ruinas de San Ignacio, y allí veríamos el espectáculo de luz y sonido. Yo creí que era algo lindo, pero no ¡Andá a los yuyos a hacer las necesidades! Cuando arribamos, vi todas las casas destruidas, todo roto…; daban ganas de salir corriendo. Nos hicieron sentar en una tribuna emplazada en el baldío y empezaron con el verso, mientras se hacía de noche. Unos tipos prendían y apagaban las linternas, también encendían velas por aquí; otros gritaban como locos al otro lado, y metían un despelote infernal  golpeando tarros con un palo.

 Ma, creían que uno es pavo o lo arrancaron verde; se hacían los indios ¡Por favor! Habrán pensado que uno es estúpido ¡Qué los tiró carajo, en la perra vida me pescan otra vez!”